miércoles, 21 de octubre de 2009

Bicicleta de vapor


-Son crisis periódicas, cada tanto la tenemos que recluir, pero es cuestión de sedarla y a los pocos días vuelve a la sala, no puede hacerse más- comenta el médico de guardia con el interno que lo acompaña mientras clava una aguja en el brazo de la paciente.
A medida que el líquido penetra ella siente que la mente se le va vaciando y la luz de la bombilla que brilla suavemente sobre sus ojos se hace más intensa y se extiende hasta que las figuras desaparecen, y todo queda blanco y difuso.
Algo se recorta sobre el blanco, más blanco e iridiscente aún, algo inconcluso, atemporal, que embriaga la totalidad del ambiente. La fortaleza de la voz del médico cubierta de costumbre, de idoneidad, sacude la memoria de la enferma, como si quisiera volverla de algún remoto lugar. Con presunta docilidad su cerebro convoca a los sentidos y el conocimiento regresa en una ínfima percepción, y bucea en la retentiva de aquella mujer. El entendimiento, entonces, conjetura y al fin bordea la realidad. Sólo la bordea, e imprevistamente un agudo dolor la regresa al mundo de los vivos, y un oleaje color púrpura martilla su visión por un instante intolerable.
Durante un breve, brevísimo, instante el recuerdo la azota; suenan como bramidos de presa entrampada los gritos que ella misma ha emitido. Son roncos, como si la voz no perteneciera al pequeño cuerpo.

-¡No quiero... no quiero estar aquí.... me ahogo... está muy oscuro… suéltenme, enciendan la luz!


Dos enfermeros la sujetan de piernas y brazos mientras el cuerpo se le arquea sobre la camilla.


Mónica se siente feliz esa mañana, llena de energías, como casi todos los días por otra parte. Ella se considera una persona optimista por naturaleza, por eso siempre tararea una tonadita andaluza que siendo chica le escuchaba repetir a diario a su madre, mientras limpia los cacharros que se utilizaron para el desayuno. Su marido y sus dos hijos acaban de irse. El primero al trabajo y los otros al colegio..., ya al secundario, quién lo diría.

-¡Pero, una madre tan joven y con hijos que van al secundario ya…, qué cosa!- Siempre la gente le repite eso, y a ella le gusta oírlo, la hace sentirse renovada, aún atractiva. Dieciséis años hace que está casada. Cómo pasa el tiempo.


Siempre supo lo que quería, tal como su madre, tal como su tía. Una casa, un marido, una familia. Al principio fue un departamento pequeño, pero cuando nació el nene, con las horas extras que su marido logró en el banco y su buena administración pudieron cambiar por otro un poco más grande. Un tres ambientes, con balcón corrido, aunque en el contrafrente... pero del lado que da más sol durante todo el día. Como el de su madre, como el de su tía.


Cuando nació la nena, al año de haberse mudado, tuvieron que hacer algunos arreglos. Su esposo consiguió otro trabajo, por las nochecitas, porque a la hipoteca que todavía están pagando se sumaron los gastos del cerramiento del balcón y la modificación del living para que Andresito tuviera su espacio propio. Su marido no parece apreciar los logros de ese “crecimiento” de la misma manera que ella. Se ha puesto un poco hosco y taciturno, pero Mónica piensa que el esfuerzo compensa. Ya le advirtió su madre que los hombres siempre pasan por alguna crisis en su vida, pero ya la superará.


Cuando una persona tiene, como ella, la vida tan organizada, no hay tiempo para esas minucias, no se tiene tiempo para preocupaciones absurdas. Ella es una mujer eficiente. No puede darse el lujo de crisis ni aburrimientos. Ya le decía su madre: -La felicidad no es un punto de llegada ni algo que se regala. Es una búsqueda cotidiana, que se alimenta con la verdad- y la verdad es para Mónica eso que se le presenta día a día en su casa, por ende, como le ha dicho su madre: -Esa es la felicidad más auténtica.-
Acaba con la cocina y se dirige al living, sólo necesita repasarlo apenas ya que ayer mismo realizó una limpieza profunda. Da cuerda al viejo reloj que era de su abuela. Uno de péndulo que nunca terminó de restaurar pero que es uno de sus objetos más preciados, y siempre le ha brindado una atención deferente.


Se permite un momento de abandono y cerrando los ojos se apoya en el anticuado dressoire escuchando el ritmo marcado por el péndulo. Se sorprende a sí misma, ella no es dada a reflexiones, pero en ese cerrar y abrir de ojos un temblor de naúsea le sube hasta la garganta, como si algo, sin meditarlo, sin preveerlo, la hubiese sumido en una niebla legañoza.


Se sacude una súbita modorra y al abrir los ojos su mirada tropieza con otro de sus objetos favoritos, un cuadro que pintó un amigo inspirado por un sueño que Mónica tuvo una vez. Fue un sueño curioso, un sueño que, aunque inspiró ese cuadro, no le pareció nada excepcional. Sólo lo contó en una reunión y luego lo olvidó, hasta que su amigo pintor le trajo la obra. Quedó sumamente sorprendida. En la pintura se ve una muchacha que parte en una bicicleta. De espaldas, alejándose por un camino que le parece conocido, un sendero entre árboles, un camino entre las sierras ; hermosa y joven, de espaldas, yéndose, como deslizándose en cuarta dimensión. Se diría que vuela. Se la ve frágil y blanca, sobre una bicicleta de vapor.
-¿Cómo se llama ? –preguntó cuando se lo regalaron.
-No tiene nombre- le respondió el autor.

-Todo tiene que tener nombre- contestó ella, y a partir de allí lo llamó : « Bicicleta de vapor ».


Varias veces esperimentó una extraña atracción por aquella pintura. Esa bicicleta de vapor la atraía, la atraía como volar, porque ella también había soñado muchas veces con volar. Le hubiese gustado alcanzarla, detenerla en alguna curva, apoyar las manos en el manubrio y sentirse andar sobre ella, como si fuera esa muchacha.


El campanazo de las doce del mediodía la aparta de sus ensoñaciones y a partir de ese momento, dedicada como siempre, continúa con las tareas de la casa. Perfecta, limpia, ordenada, acogedora...
Si Mónica hubiera sido más intuitiva tal vez hubiera hecho caso al pequeño desgano que la acometió después de ese instante de evasión, pero sin prestarle atención siguió con los trapos, los lustres y los cepillos, deslizándose dificultosamente de uno a otro de los cuartos.
El péndulo del reloj parece, esa siesta, estar más lento de lo habitual y las agujas remolonean más de lo previsto de minuto a minuto. Mónica y el reloj ya no mantienen el mismo ritmo.
Como su familia no regresará hasta la nochecita decide bajar a arreglar la baulera. La escalera por la que debe descender se le hace estrecha y le resulta dificultosa, sobre todo acarreando todos los bártulos que lleva con ella.
El sótano donde se ubican las bauleras de cada departamento es amplio; a pesar de ello huele a humedad y encierro porque la única ventilación es un ventanuco que da a la avenida, a la altura de la vereda. Los cristales están muy sucios y no se ve el exterior. Cada baulera tiene colgado un letrerito de cartón en el que con tiza blanca el portero se ha ocupado de poner el número del departamento al que pertenece. La suya lo tiene sobre la puerta de chapa. La suya es como una habitación, como una bóveda.
Para abrir la puerta debe darle un tirón, siempre se queda atascada y ella se olvida de pedirle a su marido que la aceite. Con la puerta de la baulera abierta se escucha, de vez en cuando, el taconeo de algún transeúnte que pasa por la calle. Sólo por ese detalle se adivina el mundo exterior. Por lo demás no se oye ningún ruido. La calma es casi ficticia.
Siempre había mucho que arreglar en la baulera, y como era una tarea que Mónica emprendía cada tanto el tiempo en hacerla se le pasaba rápido, entre acomodar en otro orden las cajas donde había guardado las cosas en desuso, que estaban apiladas a un costado, prolijamente rotuladas: adornos, regalos de boda, sábanas y mantas, trapos, juguetes, etc. Ella había hecho colocar una estantería en la pared del fondo, pero pronto quedó escasa y por ello debió almacenar en cajas las diferentes cosas que pensaba que no lucían bien o que consideraba no adecuadas para exhibir en el departamento. En la estantería Mónica había puesto objetos que su tozudo marido se empeñaba en apreciar. Espantosos discos de rock, camisas que le había regalado la madre de él, cartas de antiguos amigos o ex-novias, horribles gorras de fútbol americano, fotos antiguas de la familia de su marido prolijamente enmarcadas en bronce, trofeos que él había ganado antes de conocerla, y muchísimas más cosas que algún día, en un descuido de su esposo, tiraría.
Continuó la limpieza y reordenamiento sin percibir el paso del tiempo, retirando las telarañas con que esos insectos cubren- en cualquier descuido- los rincones más insospechados. Para poder pasar el plumero detrás de la puerta la cerró y encendió la bombilla que colgaba del techo. Hasta ese momento no se había preocupado por la hora, no obstante haber mirado en varias ocasiones el reloj para calcular el tiempo que le quedaba antes de tener que subir a preparar la cena. Terminó de plumerear el marco y las rinconeras y volvió a mirar el reloj confiada en que tenía plazo para hacer lo demás. Su corazón dio un brinco... el reloj estaba detenido quien sabe desde cuando, trató de recordar qué hora era la última vez que lo había consultado y no pudo. Por debajo de la puerta no se veía ya el resplandor de la escasa claridad que permitía entrar el ventanuco. ¡Debía ser tarde!. Con premura recogió todas las cosas, el balde, el cepillo de piso, los trapos…, y maniobró el picaporte de la puerta que no se abrió, se había trabado nuevamente. Intentó empujarla con el pié pero no se movió. Retrocedió y avanzó dándole con el hombro y toda la fuerza de que era capaz, pero no tuvo éxito tampoco. Dejó los elementos de limpieza en el piso y comenzó a tratar con furia otra vez, y otra, y otra…; al cabo de muchos intentos sintió su cuerpo dolorido, los hombros, las caderas, las manos. Entonces se arrodilló frente a la puerta, como postrándose ante un Dios, y comenzó a llorar.
Al rato escuchó un rumor que venía desde la escalera que bajaba al sótano, la que llevaba al pasillo en donde comenzaban las bauleras. Gritó nuevamente, gritó y gritó, pero no la escucharon. Recordó que su baulera era la penúltima de una larga hilera de treinta y dos. Pensar que cuando se la adjudicaron se puso tan contenta, porque las dos últimas eran las más amplias, las más seguras, las más cerradas, las de puerta de chapa…, las ciegas.
Sintió un chasquido y la luz se apagó. Seguro que ese era el portero que acababa de bajar la llave térmica de la luz para dejarla cortada por seguridad. Volvió a gritar, esta vez no escuchó su propia voz. No hubo ninguna respuesta. Desalentada decidió tratar de serenarse y esperar. Pensó en su marido y en sus hijos que a esta altura la estarían buscando en forma desesperada, ¡que tontos!, si sólo se les ocurriera bajar, algo tan simple como eso.



El silencio le fue acallando el enfado, le fue secando las lágrimas en las mejillas, y en ese sentimiento se acurrucó contra el ángulo entre la pared y la puerta que tanto había plumereado, y ese rincón a pesar de su contacto duro y frío le pareció acogedor. Sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. El cansancio y el dolor de su cuerpo la fueron venciendo. Por sus pestañas entrecerradas se colaban masas de sombras casi amistosas, en perfecta alineación, como una fila de guardianes de su sueño…, y al fin se durmió.
La luz llegó de repente, como una pantalla de cine inundada por la película, se tapó la cara tratando de protegerse. Los ojos rebosando de lágrimas.


-Ya está mejor. Ahora debe descansar- le dice el médico mientras le palmea la mano.


La mujer lo mira, por efecto de los sedantes, como si viera a través de él. Su rostro inexpresivo y ausente.


-¿Quién es?- pregunta el nuevo interno que por primera vez acompaña al psiquiatra residente en su ronda.


-Un caso raro, la trajo la policía, a la que llamó un portero de un edificio cercano, la encontraron en el sótano, no se imaginan como pudo entrar a una baulera de allí. El dueño del departamento al que corresponde esa baulera vive con sus dos hijos adolescentes. Juran que nunca la habían visto antes. A veces arma unos escándalos tremendos y grita que le abran la puerta... Pero no se preocupe mi amigo, es una paciente fácil de manejar.

Mientras los médicos se alejan de la sala Mónica piensa que en cuanto le abran la puerta escapará, otra vez, en la bicicleta de vapor que le regaló su amigo, el que pinta.



Este cuento es "Premio Nacional Blanca Ana Iribarne" y está publicado por Editorial Catriel en 2007- Madrid-Barcelona







4 comentarios:

  1. Muy bueno!!!!!!!!!
    Hay que aprender a amarnos mas y vivir para nosotros!!!!! tenernos respeto y protegernos!!!! y llevar nuestros sueños adelante.
    Besos de luz!

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  2. Un gran relato, interesante, bien llevado, de final sorprendente y bien desarrollado... cordiales maullidos desde Madrid...

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  3. minino: agradezco tus palabras, ya sabes que me halagas mucho ;)
    Este cuento fue el responsable de que yo ganara un Premio Nacional muy importante en mi país. Lo quiero mucho.
    Un besazo porteño!

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  4. Desde cierto punto de vista me senti muyy identificado, bello relato felicidades...

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Gracias caminante...llévate una rosa, para que te arome el andar...