lunes, 26 de abril de 2010

los resucitados

Sentado en medio de su tarde, el hombre busca entre los recuerdos y no encuentra uno sobre el que descansar hasta la muerte. Un recuerdo, no más, uno que permanezca y funde su esperanza de haber sido el que fue. Son móviles, de agua o de fuego. Y ni siquiera, ya, está seguro de ser él quien los busca y no el buscado.
A oleadas, la noche del olvido, de la incertidumbre, inunda –con su oscura marea- el paisaje de hoy: éste hombre, aquí y ahora, mirándose a sí mismo, ardiente y ceñudo. Las sombras de sus sombras comparecen un instante antes de desaparecer.
Viviendo, el hombre olvidó lo vivido. La lenta soledad se levanta como un relente cuando llega el atardecer…y el hombre no sabe qué hacer. El presente lo desasosiega, no tiene fe en el futuro, está harto de esperarlo, y aun sin quererlo busca en su pasado. Ve aquella palidez, aquel llanto y ese día de octubre…o de marzo…todo está aquí otra vez. ¿O no se ha ido? Qué confuso es el aire del ayer. Qué amargo, cómo pesa. No hay alas para tanto. (Se es demasiadas cosas). Y se da cuenta que el alma es la memoria. Dentro de ella está todo. Incluso lo imaginado, da igual, porque el corazón se ha desentendido, porque el corazón ha perdido la costumbre y mutado sus significados. Y se da cuenta que no es el mismo. No sabe si se reconoció feliz alguna vez, en el mismo momento que lo fue.  Ni sabe bien quien fue. Y si mira para atrás es porque necesita tender la mano a alguien, suplir un eslabón de la cadena con la que encadenarse a una compañía cierta; a un sosiego que se pareció a la felicidad.
Pero llovizna, y sigue solo, y se pregunta ¿qué era la certeza?, ¿es ésta vida tan mía como aquella? ¿Añoraré los días de hoy, si es que vivo, dentro de unos años, como añoro los días del pasado? 
 Será que nadie lo ve, sobretodo nadie lo toca  Es que se falta él. Se echa de menos él. Y se interroga… ¿es tan mía ésta vida como lo fue aquella?... y si no lo es, quiere decir que –de alguna manera- estoy muerto.

“Devuélveme el cadáver” dijo María Magdalena, envuelta en llantos. Estaba tan hermosa la mañana y el sepulcro. Se le acercó un hombre, muy despacio. Los ojos nublados no la dejaban ver. Creyó que era el hortelano a cuyo cuidado estaba ese terreno. “Devuélveme el cadáver”… El aparecido susurró ¡No me toques!... y ella cayó en la cuenta, y cayó de rodillas también, y volvió a escuchar ¡No me toques! 
Para resucitar hay que morir primero. Y éste hombre sentado en su propio anochecer, se plantea si ha muerto alguna vez, o si es el anterior quien ha muerto.O tal vez han muerto los sucesivos...
En cualquier caso, habrá que decirse, a los resucitados no hay que tocarlos: son improbables.

martes, 20 de abril de 2010

Sacerdocio...

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
 

Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.


G. Celaya



(huelgan las palabras...al menos las mías)

martes, 13 de abril de 2010

elegía

Atardece, y está en la gran ciudad.
Rodeado de un tráfico chirriante, espeso e impaciente, percibe un olor a soledades. Se pregunta por qué en medio de un amasijo tan poblado. Y es que la soledad aquí es una alcaldesa omnipresente; ordena y manda en parques, plazas, calles, viviendas y oficinas. 
La multitud que ve, y que a su alrededor se apelotona, no es un cuerpo común, ni una suma coherente, ni un organismo vivo, cuyas sístoles y diástoles coincidan con las de los seres que lo forman; no es sino una acumulación de soledades: un invisible impermeable de recelos enfunda a cada ciudadano y lo aísla de los que andan a su lado. No habla de los marginados involuntarios ni de los voluntarios. Habla de los habitantes normales: los autóctonos, los que gozan de los privilegios de la ciudadanía. 
El animal urbano fundó ciudades donde iba a ser feliz en compañía; trazó planos gozosos, lugares de reunión y de intercambio, casas donde la alegría de vivir se iba a multiplicar  por la alegría ajena... sin embargo, se ha extraviado, ignora hacia dónde va y qué prefiere. Se defiende, intimidado; se repliega en sí mismo y en su desconfianza; alza vallas; protege sus sentidos permanentemente atentados. Sube a su coche, alza los cristales, los oscurece de ser posible, se niega a oír a los otros, se cala los cascos musicales para tapar con su estruendo el estruendo circundante, blinda sus puertas, bebe a solas, se droga a su manera, se queda cara a cara con su soledad, temiendo preguntarse para qué… e insomne, durante sus noches, oye los rumores de fuera. Y espera…espera, como un náufrago, que llegue el amor –natural y abundante- como la luz y el aire, como un insólito cabo salvador, siempre desde fuera, acaso a través de un llamado, olvidándose que se negó a dar su teléfono, por miedo,  o para impedir que nadie irrumpiese  el quehacer de su soledad…  ¡que locura!... porque luego, sin soportarlo más, recurre a portales de encuentros, a reuniones de solas y solos, o a la pantalla de una computadora, para que su servidor le procure la limosna de una pareja…
Un hombre… menudo hombre, buscando el sueño interrumpido, aquel en el que la ciudad…la gran ciudad, como un dios totémico, prometía vivir a manos llenas, que lo abandona, ahora, desnudo y aterrorizado…colérico o anestesiado, jugando mudo con su celular entre las manos.