miércoles, 7 de septiembre de 2011

Supervivencia







Cayó con fuerza. Odiaba la cera con que cada día lustraban en ese lugar. Con su cuerpo extendido cuan largo era colgó el teléfono bruscamente, con la misma incontenible irritación que en los últimos tiempos se lanzaba a correr para levantar el teléfono apenas escuchaba su primer timbre, o cerrar con furia cada puerta por donde se colara una corriente de aire. Al presentarse lo uno o lo otro, una lanceta de frío se le clavaba en la espalda o en el pecho, cortándole un pedazo de vida útil, de ésta vida de terror que llevaba desde que estaba sin familia, en un mundo desconocido, infiriendo siempre el idioma a través de la intuición, de un olor, de una mueca, percibiendo así a estos extraños;  sin embargo entendía el idioma del perfume de un abrazo nocturno, el del amor de los amantes, sin necesidad de otra traducción…

(De vez en cuando recuerda vagamente a un hombre alado, un puente, un barandal, una ciudad más allá de la bruma, una lámpara y un lobo…)

Desde hacía pocos meses su existencia contaba con ingredientes frecuentes: olvido, furia, malestar, y entre ellos tres se paseaba. Sentía toda la invalidez. Toda en la mitad de adentro.

(Afiebradamente otra vez su mente flota, y otra vez la acosa la visión de un hombre de negras alas observando más allá de los límites del barandal, un espacioso y perfecto puente, y la ciudad lejana que se confunde en la masa brumosa del cielo, y una lámpara crepuscular como testigo cercano.
Sin embargo, la oscuridad de éste ser apoyado en el barandal no la inquieta. Sus alas parecen manifestarse con una calma lejana al miedo, pero plenas de deseo…)

Con un movimiento felino y hábil se enderezó y salió del cuarto. Una mucama la saludó en el idioma de esa ciudad nueva. Ella le sonrío. Una sonrisa muda y vacua porque no recordaba como debía decir “buenas noches”. Se había quedado más tiempo de lo previsto en ese lugar remoto, más allá de la investigación, de la curiosidad, de la tolerancia, más allá de la lógica…
Camina hacia el ascensor. Sabe que tardará, que es un ascensor viejo y lento. Lo espera agachando la cabeza, evitando mirar y ser mirada por el hombre que viene por el pasillo en dirección a ella; él se detiene a su lado, no la saluda, no la mira. El ascensor continua demorándose y por primera vez en tantos días de estadía en aquel hotel insospechado la asustan las nimiedades de la cortesía, que deberá traducir a una lengua extraña cuando al fin deban subir al ascensor.
El hombre de mediana edad es bien parecido, está vestido elegantemente. Es alto. Acarrea una cara pálida, simple, cara de bueno. Cuanto habría apreciado ese detalle antes, cuando ella misma era buena.
Nostalgia, la abaten horas y horas de nostalgia de sus tiempos de ayer. Sus ojos se humedecen levemente.

(Ahora su mente es una maraña de visiones entrecortadas… un lobo guardián dándole la espalda a ese ángel negro que permanece contemplando más allá del vacío. ¿Quien le da la espalda a quien? Ese ángel negro se encuentra más allá del seguro refugio del cánido. Como ignorándolo, mostrando algo más allá de lo existente. La existencia de algo que ni siquiera los huecos del barandal le permiten adivinar.)

Suben al ascensor. A ambos los encierra entonces el acero y la mudez. El hombre alto, de traje severo le pregunta ¾¿qué piso?  Su voz ronca, sinuosa, se arrastra hacia ella con un acento cortante, acaso de turco o español. El ruso definitivamente no es el idioma de ninguno piensa mientras traduce “planta baja”.  Catalán, el acento de él es catalán, traduce mentalmente mientras el ascensor comienza a bajar. 
Ella conoce muchas lenguas aunque nunca ha estudiado ninguna, tiene el privilegio de una ingeniosa mente, aprende en forma espontánea siguiendo reglas propias.
Se aparta de la cara un mechón de cabellos, tieso y pegajoso a causa de la emulsión que se ha colocado sobre la abundancia de su melena. Después de unos instantes de silencio se oye un ligero crujido y la albina luz del ascensor se apaga; una cierta extraña placidez la invade. El hombre carraspea para aclarar su voz: ¾por suerte aún nos estamos moviendo, parece que se trata sólo de una falla en la electricidad. Justamente cuando el ascensor de detiene con una vibración ensordecedora.  Automáticamente el aire deja de mover las cintas plásticas de la rejilla del techo, y un débil rayo azul chisporrotea por encima de sus cabezas.
Ella ríe forzadamente poco y husmea en el aire comprendiendo, sin necesidad de traducción, la ansiedad que el pobre macho forzadamente disimula. Aspira ese olor, harta de descifrar, cansada y sola en esa remota ciudad tan lejana a su tierra, carente del idioma que pudiera salvarla. El habitáculo del ascensor se le antoja una habitación de sótano, oscura y tibia, como el interior de un tarro cerrado.

(Su mente se da otra vez a la fuga, los recuerdos la acicatean…
Un puente perfecto. Perfecto por la contención espacial de cada uno de sus elementos: hombre, lobo, lámpara y ciudad… todas las representaciones son como una arteria que se eleva hasta ese cielo brumoso que pareciera envolver a la ciudad con sus ocres crepusculares.  Se estremece.
La escena le muestra a la perfección un diabólico ángel negro que la perturba con su mirada más allá de los límites de su forzada indiferencia.  Se puede imaginar hacia dónde va dirigida esa mirada no obstante encontrarla vaga,  perdida, melancólica.
Esa mirada errante, casi involuntaria y ese maldito ángel negro la obliga, con su mágica nostalgia, a observar más allá de lo tácito. De pronto el horizonte se le pierde, como se le pierde esa existencia.)

Vuelve a la realidad…¾No se preocupe- dice él, tratando de ser amable e infundirle seguridad. ¾No debe ser más que un desperfecto transitorio.

El sonido del timbre de alarma la altera.
¾No nos escucharán -dice ella.- haciendo oír su envolvente voz por primera vez. Eso era casi un deseo.
Había algo en su tono de voz que molestó al hombre. Algo casi malévolo.  Hubiese jurado haberle visto brillar un relámpago de jubilosa crueldad,  de manera que le sonrió apenas y se quedó en perfecto mutismo.
Ella comienza a sentir nuevamente la presión sobre sus hombros. La presión del cansancio de siglos. Sabe que todo es parte de la ceremonia. Conoce que aunque las cosas no son iguales en todas las oportunidades, una sensación similar la acomete siempre que está frente a un hombre…, a solas. 
Cuando vio venir a éste ejemplar antes de bajar la vista, antes de entrar en el ascensor, antes de que le hablara, se dijo: es demasiado principesco, demasiado moreno y serio. Demasiado vulnerable… ¿Por qué ha de ser él quien venga a tentarme?
Debería sentir que ahora está a la intemperie, expuesta, indecisa. Pero no lo siente, como si el ejercicio agotador que demanda sobrevivir la hubiera encerrado en un capullo de insensibilidad.

(Nuevamente el delirio la fustiga… ¿Importa la existencia de un horizonte?, ¿Qué observa ese ángel?, ¿Agua?...
Seguramente existe agua a los costados del puente. Ese puente que es perfecto casi puede contenerla a ella también… quiere cruzarlo, es curiosa.
Y ese lobo vigilante, poderoso e infranqueable ni siquiera puede defenderla de su propia curiosidad, ¿por qué? Si está tan cerca del barandal, ese lobo, ¿por qué no la ataca?
Sigue avanzando, el lobo permanece inmóvil detrás del hombre de traje negro. ¿Lo está protegiendo?, se pregunta. ¿lo protege de la nostalgia o de la ignorancia?...)

Entonces recuerda una noche de muchos años atrás… esa noche que hizo un largo camino para volver a su memoria.  Un camino de calor líquido y hediondo, de bolsas de basura destripadas y umbrales que se apagaban a su paso. Y a ella que silenciosamente envejecía en una larga noche eterna sin una vida de verdad,  sin la vida de un hombre que pudiera preservar.
Abrió los ojos, al menos le pareció que los abría para verlo mejor.  ¡Qué lástima! pensó, pero no se lo dijo a su compañero de encierro. De todos modos no la entendería. Así eran las cosas que prometían ser raras. El la vio meter la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sintió miedo. Miedo a que le pidiera algo más; algo más que sus palabras. Ella comenzó a sonreír para sus adentros, pensaba al mismo tiempo qué absurdamente divertido le resultaba saber que él se sentía en la obligación de protegerla, como si fuera un criado.
Sonrió con dulzura;  se le acercó dos pasos. Él la miró inquieto, su mirada le resultó perturbadora y al mismo tiempo subyugante.  Se paralizó. Pronto sintió la fría y viscosa mano de ella derramándosele, extendiéndosele por la cabeza, tocando su barbilla, bajándole por el cuello, por el  pecho, hasta clavársele en las entrañas. Ese éxtasis lujurioso lo hizo bramar. También oyó la risa contenida de alguien y se hundió, sin remedio, en una niebla voraz.

Ella se echó a reír, hambrienta, ésta vez sin reparos y sin poder evitarlo. Era maravilloso sentir una intimidad tan intensa con un ser humano desconocido.
Ahí estaban el lobo, el hombre, ignorándose, y al mismo tiempo reconociendo al maldito ángel negro más allá de la nada. Todos observándola una vez más. Compartiendo su transformación, su ansia, porque eran ella misma, porque ella los resumía y nada podía hacer para cambiar eso, lo sabía...

Comenzó a lamer lentamente el viscoso líquido agridulce que le empapaba la mano y corría por su brazo desde el pecho abierto del hombre. Dejó, a un costado, la masa aún latente del corazón para comérselo después.