domingo, 2 de octubre de 2011

Amaré la tarde...

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Yo, que tantas personas he sido, 
no he  sido nunca aquel 
en cuyo amor desfallecía...
JLB.


            La tarde que salí del hospital con mi hija pequeña en los brazos, a salvo de la muerte que pretendió detenerse en su sonrisa a esa edad en la que apenas comenzaba a asirse a la vida, a abrir los ojos; ella que tiene bajo sus pestañas una fuerza cuyo lujo regala sin –a veces- darse cuenta, me sentí  tan inmensamente feliz que engañándome  a mí misma llegué a pensar que este mundo era un lugar perfecto.

            Mas cuando quise reaccionar ya estaba sola recordando, logrando sin querer que mi voz se quebrara por las penas que aun se cuelan por los huecos que deja la llama de la vela,  que apenas ilumina hoy mi cuarto...
            No recuerdo qué día  fue ni qué verano, porque el tiempo se volvió circular. Era ya muy tarde aquella madrugada. Yo no dejaba de mirar la puerta por la que Sergio no aparecía, mientras indagaba con sigilo la calle corriendo apenas las cortinas para que la niña no se despertara. Pero ya se demoraba demasiado, mucho más de los acostumbrado.
            A cada razonamiento lógico que mi mente trataba de imponerme mi organismo respondía con su acostumbrada percepción, instalando mariposas en mi estómago.
            Por fin a eso de las dos, cuando mi desesperación tocaba su punto máximo y no quedaba número telefónico al que no hubiese acudido, alguien llamó a la puerta.  Nada de lo que sucedió después es aún hoy real para mí.
            En los meses posteriores me encontré viviendo una existencia en la que la soledad individual se extendió hasta la nostalgia, transitando una zona brumosa de mí donde la realidad se volvió frágil, el azar se confundió con el destino y todo pareció, en algún momento, volverse posible. También la felicidad.       



Hay mujeres que se acomodan al amor, a la vida, al abandono  o a la muerte con la naturalidad animal con que se entregan al sueño, hasta que un encuentro imprevisto, una conversación ajena, un viaje o una noche de insomnio las sacan del sopor.  Yo fui una de esas...

            En uno de esos veranos que se sucedieron, y en una confitería al aire libre, me crucé con unos ojos que no dejaban de mirarme. Aquellos ojos me invitaban. No puedo recordar si hablamos o no, es posible que ellos se interesaran por mi nombre y yo por el de ellos, es posible que también le preguntara por qué no los había visto hasta entonces por allí y que me informaran que habían estado varios años fuera del país. No, no puedo recordarlo, pero lo que sí recuerdo con nitidez es su persistente mirada que sacó toda la timidez arrebolada en mis mejillas, y cómo de pronto su manos quemaban en las mías.
            Entonces empezamos a ser amigas. Esa forma tan apacible que tenías me invitaba a bombardearte con preguntas. Nos encontrábamos a una hora en que la siesta ya llevaba un rato de estar en el café, y me invitabas a cenar una noche..., y la otra también. Era un ambiente de murmullos y alcohol que formó una reveladora voz en nuestras gargantas. La música del lugar siempre disculpó las conversaciones. Ninguna quería aceptar lo que sabía, sabiendo que la otra también sabía.
            Llegó el rubor de otros días y otras noches  pero nuestra historia no acababa de ser fluida; nada hubiese impedido que hablásemos a las claras. Nada, nada lo impedía. Sin embargo fue siempre aquel encontrarse como al azar, como si ninguna de las dos hubiera calculado el paso que nos acercaba. Y fue esa mudez..., esas frases desarticuladas...
            No recuerdo precisiones porque el tiempo se volvió circular.   Era ya muy tarde aquella madrugada en que yo miraba la puerta por donde debías entrar, como repitiendo una escena conocida, ahora en otro ámbito..., en otro tiempo mío... Al fin llegaste más alegre de lo normal y a mí se me fue iluminando la cara al acercarme sin dejar de mirarte. Yo jugueteaba con un encendedor entre las manos, que me arrebataste como si en ese gesto te asignaras mi propiedad. La música estaba demasiado alta para hablar. Al llegar hasta tu boca leí en tus labios, porque oír era imposible, la única vez que dijiste “te quiero”
            Comencé a temblar y me pasaste tu chaleco beige de cuello redondo, me lo pusiste sobre los hombros, aunque yo sentía de todo menos frío. Me tomaste de la cintura, teníamos las caras secas de tanto humo de cigarrillo, y nos fuimos en tu coche hasta la costa del río.  El amanecer nos sorprendió con lágrimas; necesitábamos tanto la ternura de las palabras que sin saber por qué pronunciábamos. Recuerdo tu coche, aquel tan oscuro como tus ojos . Recuerdo las ventanillas abiertas para que entrara el cri-cri de los grillos y el olor picante de los pinos.
            Nos adivinamos. Nuestro lenguaje fue mucho más allá de la voz.
            Me pasaste la mano por debajo del suéter acariciándome la espalda. Sentí mis músculos contraerse y cómo se arqueaba tu columna al acercarte; las manos se volvieron ambiciosas deseando hacer propios los pequeños mapas de nuestros cuerpos. Entonces la caricia se devoró a sí misma. Nos amamos.  Sellamos lo nuestro llorando en silencio sin apartarnos las miradas. Supimos de antemano que no habría más que esa noche de amorosa ternura consumada, y  el secreto silencio del futuro...

            Luego el tejer recuerdos y amuletos privadísimos que guardé en mi cabeza y en mí corazón, como algo a lo que acudir cuando necesitaba ser rescatada, casi por sortilegio. Saber que estaban allí  siempre y rememorarlos al azar me rescató de la tristeza como enigma insalvable, del peligroso tedio o, en la más inmediata de las posibilidades, de la encrespada cuesta de la soledad. 

            Desde entonces no he conseguido acostumbrarme a tu ausencia. Pero el amor no muere con la muerte, sólo lo mata el desapego. Sería por ello que deseé tener una pena sin pudor para mostrarla. Podía revivirte en el recuerdo sin dejar ningún resquicio de duda a los celos, haciéndolos tan grandes como quisieras. Sí, hubiera deseado más lágrimas si eso te hubiera regresado, a mí y a la humedad de mis almohadas.
            Pasé años deambulando por los acostumbrados bares buscando el antídoto a mi tristeza. No sé en qué momento me llegó una oleada de perfume picante de pinos y un nuevo cri-cri de grillos. Como un resorte comencé a buscar  y a volver mi cabeza de un lado a otro. Entre el bullicio de las mesas vi tus ojos oscuros mirándome. Fuiste vos quien me dijo que estabas casada y con un hijo de dos años. Fuiste vos, fueron tus palabras, porque yo no vi ni oí porque el tiempo, desde entonces, como dije, se ha vuelto loco girando a mi alrededor.
            Aún hoy me pregunto si acaso fue a mí a quien la vida dejó escoger; pero ya ves, nada se puede decidir contra ella. Acaso nunca supe decidir, acaso sigo preguntándome si alguna vez me quisiste.
            Nada ya importa en esta historia que sólo toma sentido cuando la converso con mi sombra..., y pienso en todas estas tardes que he visto perderse tras la luz implacable que rodea las montañas en que nací.  Ellas tan impávidas, voraces, bellísimas. Cada verano llegando desde sus laderas, como una alegoría de la eternidad de una noche que nos tuvo tomados los cuerpos con el brío del amor y sus desacatos. Como ese único y imperecedero verano que languidece entre mis párpados al releer tu pequeño poema de amor:

“ amaré la tarde
la luz
la espiga rubia
el fruto de tus manos amaré
también tus ojos
amaré todo lo que hay que amar
y un poco más
por si no alcanza...” 
                                                                        (siempre tuya, Marie)