lunes, 22 de marzo de 2010

luna astuta

Acompañada por una luna astuta, entre una oscuridad que no me limita y  un silencio con eco, la música me ofrece la opción del viaje lejano (al físico), ese que puedes hacer sin cédula, sin maleta, sin dinero y llegar a mundos contradictorios que te llevan a lo nuevo o a lo conocido, a descubrir palacios o favelas... 
Me gusta que la noche me abrace en soledad porque significa que estoy lejos de alborotos, de luces, de miradas, de conocidos, de rutinas, de miedos, de constancias, de errores; es cuando puedo ser auténtica, sincera en palabras, en pensamientos, en ideas, en inspiraciones, cuando puedo rugir en silencio, llorar en extremo, soñar con imposibles, disponer proyectos, llegar a un acuerdo conmigo... Nadie me dice, nadie me obliga, nadie me dirige, nadie me examina (ni yo), nadie me engaña, nadie es nadie... Solo soy inagotables espantos de todo lo que incluyo, de un círculo poco definido que dentro de la noche se convierte en sólo una esfera… mi esfera... sin que me importe el diámetro de ella, ni hacia dónde ruede, como si mi estado de ánimo fuera una copa de vino intenso.





lunes, 15 de marzo de 2010

la condición amante

Cuando el amante apagaba la luz, sintiendo el peso de la cabeza de su amada en el pecho, se preguntaba ¿Qué es el tiempo?: aquello que mide el pulso de éste cuello; lo que yo tardo en sentir su cercanía o su aislamiento, su sueño, quedándose a mi lado. Nunca antes había sentido la vida tan luminosa, ni la felicidad tan ancha y permanente.
Escribía:
Mientras yo te besaba, te dormiste en mis brazos, no lo olvidaré nunca. Asomaban tus dientes entre los labios: fríos, distantes, otros.
Ya te habías ido.
Debajo de mi cuerpo seguía el tuyo, y tu boca debajo de mi boca.
Pero tú navegabas por tenebrosos mares en los que yo no estaba,
Inmóvil y en silencio nadabas alejándote, acaso para siempre.
Te abandoné en la orilla de tu sueño.
Con mi carne aún caliente, volví a mi sitio: también yo mío ya, distante y otro.
Recuperé el disfraz sobre la arena. Adiós, te dije, y entré en mi propio sueño; en el que tú no habitas.

Pero el amante abría los ojos, y veía a la amada aún dormida, con los labios hinchados por el sueño, y la recuperaba con un beso.
El desayuno era como una fe de vida, y una nueva acta levantada a la esperanza.
Como niños perdidos en un bosque, se buscaban y se encontraban y se extraviaban para recuperarse.
Por ese entonces el trabajo era de a saltos. La principal faena era el amor; lo demás, flores que caían de las manos: ya poemas, ya comidas extrañas, ya proyectos; peleas y reconciliaciones apasionadas, casi insoportables entregas y tensiones.
Sin embargo la sutileza del tiempo fue llevándose brasas de sus carros de fuego. Confiaban a ciegas en la inercia del amor, como si el tiempo fuera una garantía, como si la duración lo protegiese. Como si el amor y la aventura se distinguieran por la estabilidad y la permanencia, y no por lo que hay debajo de ellas.
El amante, sin darse cuenta, volvió la cara hacia otro sentimiento. No suyo, sino ajeno. Se distrajo de aquel cuerpo glorioso. Se dejó envolver por una relación dónde él era el amado. Se quedó a solas. Viajaba y olvidaba. Se hizo más fuerte y más extraño. Perdió, en definitiva se perdió. Pasaron unos años.
La noticia fue tan cegadora y súbita como un rayo.
A la mañana siguiente mandó todas las flores del mercado para ocultar la muerte, pero a la muerte no la ocultan las flores. Murió también el perro. Murió, quizá, también, el amante, que es probablemente quien primero muere…
Escribió:

“no por amor, no por tristeza, no por la nueva soledad: porque he olvidado, ya, el color de tus ojos, hoy siento ganas de llorar"

Nunca entendió el amor de otra manera, si es que entendió el amor...