miércoles, 22 de junio de 2011

Vanidad... Vanity...Vanité...

Reedición



El gran Visir posee un libro donde están delicadamente dibujadas las ciudades del reino. Palacio por palacio, templo por templo, calle por calle...
El libro contiene también los mapas de las ciudades prometidas, pensadas una y mil veces y todavía no descubiertas. También contiene los dibujos de las plazas, los ríos, las murallas, las tiendas, las casas, los cementerios, las rutas de las que quedaran definitivamente infundadas.
Todas han sido soñadas y plasmadas en el terso papel de seda. Tan lastimeramente iguales, tan incomunicadas en el apretujón de la tinta. Tan petulantes de mármol y arabescos, y a la vez tan tímidas y orgullosas.
Esos dibujos ciudadanos son la traducción en tinta y pluma del ánimo de su hacedor: fatalmente vanidoso.
A despecho de la humillación transitoria de sus despertares sin nuevas conquistas, el gran Visir ha preguntado una y mil veces más a oráculos, sacerdotisas y magos, cuál de sus futuros lo impulsará con vientos propicios. Todo ha sido en vano. Hasta ahora ningún vaticinio le ha otorgado ser el dueño del orden nuevo del mundo; orden que por otra parte él mismo ha perturbado.
En las tardes de buen clima le parece –a veces- que alguna voz le llega lejana. Entonces presiente que su convivencia humana ha llegado al extremo de un ciclo, pero le resulta imposible imaginar la nueva forma que adoptará.
En realidad no es menester que lo apuntalen otras realidades. El se sabe la sombra de una memoria, ejerciendo la imagen de este ahora. Como el polvo incalculable que fue ejércitos, como los rostros de las largas migraciones, como cada gota de agua en la clepsidra, y los días en que ninguno fue primero… él se sabe sueño... Mas las frágiles nieblas de los años le han convertido en chamusquina muchos de sus recuerdos.
Ser una cosa es inexorablemente no ser otra. La intuición confusa de esa verdad es la que lo induce a soñar, congregando los miles de rostros que un hombre sabe, sin saber, después de los años.
Cuando nuevamente despierte creerá recordar frases y actos quizá solo pensados, y tomará nuevamente la pluma y agregará otro soberbio dibujo filigranado en su libro.
Mientras tanto, secreta en su porvenir, lo espera una lúcida noche fundamental, en la que su luna se convertirá en la misma que miraran los caldeos,   el tiempo circular será el de los propios estoicos, y en su boca cobijará la moneda del que ha muerto.
Pudiera ser también que las esfinges, los grifos, los dragones, las quimeras, las hidras, los nenúfares, los basilisco, los unicornios... volvieran a tomar posesión de su reino.


©®  Susana Inés Nicolini
Sue_*
#SafeCreative  

jueves, 16 de junio de 2011

de Cenizas...





Sólo por los informes he conseguido discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana de un diseño tan sutil que escapa a las mordeduras de las termitas. Sé -ignoro las razones de tal conocimiento- que hay un momento que sucede al orgullo de la desmesura de la conquista, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a la vastedad de los territorios, a conocerlos y a comprenderlos. Es una sensación que me acomete de noche, junto con el aroma que hoy emula al de la mirra desde la piedras humeantes en el cuenco sagrado de alabastro; de la ceniza del sándalo que se enfría en los braseros en las casas de los que ya no conozco pero aún me pertenecen.  Un vértigo que tiembla desde las montañas y los ríos historiados en la leonada grupa de los mapas, desmañado el lacre de los sellos reales, enrollados en despachos de quienes jamás me han conocido.
            He partido de allí y andado jornada tras jornada hacia el levante. He transitado la ciudad de las nueve cúpulas de plata, con estatuas hechas para todos los dioses, y los gallos de oro y los escarabajos de azabache.
            He llegado una noche de junio, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez; mas también, mucho antes,  he visto desde una terraza una noche como ésta o he creído haber vivido una noche igual, y aquella vez haber sido feliz.
            Ya no sé…, aquí puedo hablar de dos maneras, y entre ambas entiendo, pero no puedo verme en el foso cuyas aguas alimentan los cuatro canales verdes que atraviesan la ciudad, ni en cada morada donde las familias intercambian satisfechas astrolabios y amatistas, como si de ellos tuvieran   la exclusividad.
            Es esta una ciudad para hacer cálculos, y de estos datos intentar saber todo lo que se quiera sobre el pasado y el futuro.  Alguien me condujo hasta aquí, podría asegurar que fue un camellero.  Estoy segura que llegué joven porque hasta entonces yo sólo había conocido el desierto y las rutas de las caravanas.
            La ciudad no está hecha de eso que repaso, pero ya sé  que decirle a alguien cuantos peldaños había en la entrada de los templos, en las escaleras de las calles, de qué tipo eran los arcos de sus soportales, o con qué  se cubrían los techos, sería como no decirle nada.
            La ciudad no esta hecha de eso, no, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado.  Tampoco se parece a la ciudad de mis manuscritos y sin embargo un eco de aquellos libros que la contaban persiste en su suave misterio.
            Amarillo y rosado. Piedra y arena aún amenazan los pies que la cruzan, desde las huellas implacablemente borradas de las procesiones.
            En esta ola de recuerdos que refluye la ciudad me embebe, como una esponja que se dilata… como una torpe ráfaga de aliento que intenta enarcar mi pecho, sin lograrlo. Mas esta muda violencia despierta una reacción de orgullo.  Será la conciencia de enfrentar al vacío, de hacer una marca en el pedernal, ser una luz en la sombra, el propósito de una palabra,  una voz en el interminable silencio…
            De todos modos, aún desconociéndola, en los caminos percibo la misma sensación intoxicante de avanzar por un cauce en la nada, siempre obligada a no apartarme del Nilo protector, ni del botero que desliza la nave vestido con una larga túnica, y la impulsa con  una pértiga, inclinando hacia mí su cabeza.
            Desde aquí el mar de Homero es inconcebible, y sin embargo cierto.
            He proyectado la idea de que no soy mas que un  pensamiento, o muchos de ellos, y de que partí una y mil veces para volver en la futilidad del humano…, en la ambigüedad de la trascendencia. La ciudad es mi cómplice.
            Me ha hecho saber que quien se encuentra una mañana en medio de ella despierta en sus deseos y lo rodean. Tal poder, que engañosa detenta, es por donde el afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas de ella, cuando en realidad eres su esclavo.
            La ciudad no cuenta su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas arenosas, en los nichos de los ladrillos milenarios, en los túneles estrechos, en los pasamanos, en el ónix y  ágatas tallados de arañazos, en los trazos sempiternos de sus signos.
Es acaso una extraña permanencia, una obstinación en la corriente de los soles y las lunas, esa antinomia favorita. 
Es como la niebla intemporal de lo auténtico. Por ser inconcebible es necesaria, mas ni siquiera busca la posibilidad de justificarse . Ni deberes ni fines significan nada para ella. Es vértigo y deseo. Se realiza en el mundo con sólo abolirlo.
Sin embargo, siento necesario que me preconice en ella, en esta encabalgadura de los siglos. Quizás porque, paradójicamente, ella me halla creado…, y por eso  he vuelto, ahora que ya no hay un horizonte, sólo un matiz que separa la tierra del cielo.