jueves, 20 de noviembre de 2014

resurrección



La emoción rechazada es hija de la noche
Sigmund Freud


El rugido apareció de pronto. Un sismo, una confusión, un recuerdo. La noche relampagueó.
Si hubiese estado de mejor talante habría disfrutado esa noche: finales de marzo, un aire con perfume a blusa blanca transparente y a largo cabello lacio.  Una ronda de perlas azabache, una mano delgada y más allá el puente.
No fue un  paseo lo que se dice descansado y bucólico. Caminar contando las baldosas faltantes me ayudó a distraerme de la angustia. No intercambiamos más de tres palabras en todo el trayecto. Pero estaba a mi lado, en silencio, y me hacía bien.
Repasé todo de nuevo; las columnas de cemento y las manchas de aceite. Los coches silenciosos, imponentes, brillantes. Me paré para tomar aire. Encendimos cigarrillos. Se sentó en la baranda, lejos de mí, estrechando sus brazos para protegerse del frío. La cabeza inclinada para que no le entrara el humo en los ojos. No dijo ni una palabra mientras desgrané mi letanía de dolor y proclamé mi culpa. Terminó el soliloquio y esperé una reacción. Nada.
Apagamos los cigarrillos y nos giramos para mirarnos. Ella mantuvo los ojos fijos en mí, y no encontré en ellos nada que no hubiese presentido: fortaleza, sensatez, tranquila aceptación.
Pensé en ese momento que quizá todos fuésemos creados iguales ante Dios, pero hay seres que poseen cualidades propias. La personalidad humana cubre una amplia gama, desde el imbécil hasta el santo. Pero ante ella, por primera vez, cobraba conciencia, irremediablemente, de que era alguien superior. Eso me hizo sentir vergüenza, yo sufría tan íntimamente, que tuve la necesidad de decir algo torpe, chocante.
No me salió. Me atraganté con las palabras y no pude contenerme, y lloré, lloré por todos los míseros, insignificantes bobos del mundo. Por todos nosotros. Los fracasados. Los insulsos.
Me estrechó contra su pecho, me acarició el pelo, me besó los dedos, me rozó los labios. Me apretó hasta que dejé de sacudirme, con la cabeza apoyada en su pecho tibio.  Me meció un poco, como una madre a un bebé. Otra vez ese olor suave, cálido, aromático, y mi nariz hincó su cuello, y besé su piel suave.
Cuando la mordí fue como morderme a mi mismo. Fue una extraña experiencia, pero fue así. Yo era ella, ella era yo. La paz…una paz absoluta.
Todo transcurrió mansamente, el silencio y la sensación de que ya no estaba en el mundo, y la percepción de que toda la tierra estaba encima de nosotros, y la idea de que estábamos en un ataúd, en una caverna, un túnel, un útero.

©®Susana Inés Nicolini

Sue_*
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Fotografía: Vadim Stein