sábado, 26 de febrero de 2011

Bess-elea


Bess-elea, una de mis Ciudades Transparentes

Después del crepúsculo vuelven las livianas embarcaciones que dan vueltas y vueltas impulsadas por largos remos. A esa hora se descargan las cestas con objetos en la plaza del mercado. Entonces los balcones, las glorietas, las cúpulas, los campanarios, los jardines, todos verdean en el gris de la laguna.
Bess-elea es la capital de depuestas dinastías. En el principio de su tiempo una mísera línea englobaba los confines de sus territorios, comarcas semidesiertas, escasas aldeas de raídas cabañas, poblaciones enflaquecidas soñaban con bosques de manzanas maduras, de cortezas amplias, de carnes asándose, de vetas manando centelleantes.
En los siglos de degradación en los que quedó vaciada por las pestes, disminuida por los derrumbes, los desmoronamientos de tierra, oxidada y obstruida cuando los capiteles cayeron de lo alto de las columnas, hordas de ratones bullían pervivos, movidos por la pasión de roer, y también de juntar restos y remendar,  y en su antiguo nombre dejó de ser la mariposa suntuosa que brotaba entre la abundancia.
Sólo algunos hombres fragmentados, compactando sus cuerpos semivivientes con sus olores y su respiración, concibieron rearmarla con los pedazos heterogéneos de la ciudad inservible. La hicieron de sobrevivencia, de cacharros y cuchitriles, de charcos e infección, tratando de imitar a la primera como modelo inigualable. A través de escasas memorias quisieron recomponer una ciudad de la cual ya nadie sabía nada.
En ese atasco de pasado, presente y futuro que bloquea las existencias calcificadas en la ilusión, el humo opaco no se dispersa y se estanca sobre los tejados, como una infernal proyección de la capa de miasmas que pesa sobre las calles, remitiendo a otra visión. Son los fragmentos de esplendor que se han salvado, adaptándose a tareas más oscuras, más desplazadas, más inauditas.
Ahora muchas estaciones de abundancia la han colmado. Bess-elea es hoy la capital de un imperio cubierto de ciudades que pesan sobre la tierra, y sobre los hombres, complicados en jerarquías, ornamentos y misiones;  un orbe abarrotado, hinchado, tenso, turbio.
Bess-elea es la imagen que la tradición divulga, es la de una ciudad de oro macizo, con pernos de plata y puertas de diamante. Una ciudad joya, toda omnipotencia y engarces.
Esta ciudad gloriosa tiene una historia atormentada.
Atenta a acumular los quilates de su perfección cree virtud aquello que es ahora una oscura obsesión por llenar el vacío de si misma.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Bess-elea: que odian la verdad, que la respetan al punto de evitar todo contacto con ella, que la aman tal como sólo ellos la conocieron una vez y permanecen fascinados contemplando su ausencia.
El orden de sucesión de las eras se ha perdido, y Bess-elea parece una ciudad continua de un lado y otro, de un anverso y un reverso, como una hoja de papel, con una figura de un lado y otra del lado opuesto,  que no pueden desplegarse ni mirarse.
 Tal vez del mundo haya quedado un terreno baldío, cubierto de inmundicias, y un jardín colgante en un palacio. Tal vez sean nuestros párpados que los separan. Lo cierto es que no sabemos cuando es que ellos están abiertos o cerrados.




martes, 8 de febrero de 2011

por hoy

Ya era jueves por la mañana. Salí a caminar. Al menos brillaba el sol. Tal vez no exactamente brillaba, pero había salido. Se lo podía ver, opaco, manchado, resplandeciendo tímidamente detrás de las nubes.
Confería a todo una luz plomiza: iluminación sin sombras. La gente se movía con pereza, el aire estaba fresco sin llegar a ser tonificante y yo esperaba, por momentos, oír alguna risa en voz alta. No la hubo.
Di la vuelta por la calle principal, hasta el banco. Tenía la fachada más ostentosa de todo el pueblo, con paneles de mármol entre lustrosos ventanales y profusión de mayólicas vinílicas y espejos biselados en el interior. Sillones de cuero, amplios y acariciantes. La ejecución de los créditos hipotecarios debía dar buenos réditos.
Me sorprendió encontrar una persona tan joven ocupando el cargo de Director del establecimiento.
Pasaré por alto los detalles sobre los saludos y comentarios que nos hicimos. No son ni más ni menos que los que se hacen dos personas desconocidas en un ambiente que podríamos calificar de negocios.
Tenía el pelo lacio rubio, casi de niño, ojos celestes amonedados y cara redonda y roja. Sus gruesas manos se dedicaron a tocar y acomodar todo lo que había cerca: el cartapacio, las lapiceras, su agenda, las tarjetas, los escasos papeles que debían ser firmados, algunas planillas. Se estiró las puntas del chaleco, se quitó una inexistente pelusa de la manga, se mezo la corbata una y otra vez. Bruscamente se puso de pie, cruzó la oficina, cerró la puerta de un armario que estaba levemente abierta. Retornó a su silla, y recomenzó el ritual: cartapacio, lápices, agenda… En ese momento comprendí que ese hombre era un neurasténico irreparable.
Mientras danzaba ese inagotable ritmo delante de mí, Jerónimo me iba contando todas las bondades turísticas de aquella zona. Quedé agotado. Toda esa danza a capella resultaba inaguantable.
Muy impresionante, dije con un tono monocorde, que trató se no parecer enfadado, pero no vine aquí para hacer turismo.  Enfrentándome con sus pómulos rubicundos, su gesto cambió de pronto.
Nos escarceamos las miradas, nos medimos en una justa muda y penetrante. Ninguno de los dos era inocente en esas lides. Vine a preguntarle sobre la víctima.
Sentí que su pulso se aceleraba como un motor recién encendido. ¿Qué quiere saber? dijo rotundo. Supe, porque lo supe, que era un hombre de temer. Acaso, un temible enemigo, o un cobarde, lo que era más inquietante aun.
Según me fue narrando, resultó que la muerta fue encontrada por un tal Gerardo, un tipo fantástico, la sal de la tierra. Cumplía con todo lo que exigía el juramento de los boy scout. Absolutamente correcto en sus actividades económicas, generoso contribuyente a las obras sociales de beneficencia, y… ¡que bendición para la zona! No era sólo el mayor empresario del sitio, si no que, como ciudadano había traído renombre al pueblo, como uno de los más afamados estudiosos de las costumbres locales. Jamás sería el autor de tal fechoría.
Por mí, ya estaba condenado. Quien hubiese escuchado mis murmuraciones internas, acaso, mencionaría algo sobre psicología barata, o parecido... Condenado, sin duda alguna. 
Paró de hablar, algo sofocado, como bien podría estarlo después de un monólogo de diez minutos, dejando caer sus manos fláccidas. Ese hombre no hablaba más que de cualidades, cualidades, cualidades… pero yo ya no le prestaba atención. ¡Todo era tan perfecto! Estaba comenzando a experimentar punzadas de paranoia. No soy partidario de la historia de la conspiración, ni las intrigas maléficas o el apocalipsis personal; más bien me dejo llevar por la teoría del loco suelto y mantengo la idea de que cualquier idiota puede cambiar el rumbo de los acontecimientos humanos, sólo con saber colocar una bomba o por medio de un disparo certero. No creo en las conspiraciones porque suponen un compromiso, el esfuerzo mancomunado de muchas personas. Un comité.  Y jamás he conocido algún grupo que no llevara a cabo interminables discusiones, altercados íntimos, o un montón de actas de la sesión anterior que no cumplen otro objetivo útil que el de ser recicladas para luego producir postales. No creo en organizaciones políticas, ni en la milicia, ni en la iglesia, ni en las instituciones hiper dimensionadas, ni en las supuestas órdenes piadosas, ni me atraen los recursos artísticos de las mega producciones, ni las justas deportivas que se llenan de publicidades indicando que lo importante es competir, ¡mentiras!...
No creo en todo el monstruoso andamiaje que se monta para darnos tranquilidad, placeres, paz, comunión, vecindad, eterna salvación, satisfacción, orden, definiciones… en realidad miedo.
En resumen, no creo, soy un raro excéntrico, extremista libre pensador, un sensible empedernido y creo que me desaliento un poco más cada día, y que ese desaliento proviene de un inefable romanticismo. Quiero que la gente sea buena. Todos tendríamos que ser amables, corteses, considerados y cepillarnos los dientes dos veces por día. No debería existir el mal aliento. Me gustan los finales felices.
Y aunque ésta gente me era indiferente, sentía cierta piedad, considerándolos humanos falibles, atrapados en un destino que no podían modificar, aunque su dios les hubiera prometido otra cosa.
Me fui del despacho de  Jerónimo sin decir una sola palabra. Me llevé mi decepción conmigo, era una de las pocas emociones que no tenia alguna ley que la normara, ni regimenes que la determinaran.
Camine…corrí más bien hacia mi departamento. Entre aliviado, me refugié en el como en un nido seguro. Afuera quedó, otra vez la locura. Por hoy (un día más) me había escapado de sus fauces.