sábado, 28 de mayo de 2011

iLﻦkﻜori∆

La Ciudad y la ilusión 
(de mis saga:Ciudades Transparentes)

_¡Has llegado ! 
_Te esperaba -me dijo esa voz profunda-
_Cargas quizá con mucho más que la arena necesaria. Acaso eso te haya demorado tantas veces  –agregó, para luego seguir hablándome sin detenerse.
El que te vea hoy, aquí,  conmigo, sólo comprende el efímero presente. Está equivocado.
Yo soy la ciudad de las viejas postales, las que me representan como ya no existo, como era antes, porque para no decepcionar a mis habitantes hace falta que el viajero me elogie como a aquella de las tarjetas, cuidándose de mantener dentro de los límites posibles la pesadumbre ante mis cambios.  Hay que cuidarse de mencionarles que a través de lo que he llegado a ser puede evocarse, con nostalgia, lo que fui.
Tan solo tú me ves de verdad. Yo te he convocado en complicidad con la perífrasis del tiempo y la memoria.
No digas que a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre; que nacen y mueren sin conocerse, incomunicables entre si. Y que en ocasiones hasta las voces y las facciones de sus habitantes permanecen iguales, aunque los dioses que habitaban allí se hayan marchado sin decir nada, y en su lugar dioses extranjeros representen otra ciudad que por casualidad se llama como la anterior. No, no lo digas.
Sabes, a veces imagino las formas que hubiese llegado a tener si por otro albur no me hubiera convertido en esta.
En el mapa de tu imperio deberás encontrar el sitio de aquella ciudad real. No porque hoy yo no lo sea, sino porque como todas las ciudades soy una suposición. La verdad me encierra y por unos instantes me imaginan posible y un minuto después ya dejé de serlo.
A través del tiempo aprendí que el hombre camina día tras día entre los árboles y las rocas. Rara vez detiene su mirada en una cosa. Sólo cuando la ha reconocido como signo de otra: el arañazo en un árbol señala el paso de un tigre, la huella en la arena el camino de la caravana, la obscura nube la cercanía de la tormenta. Todo el resto del mundo es incambiable. El árbol y la roca son lo que son. La ciudad y su gente una apretada envoltura de símbolos que el azar ha dispuesto. El ojo no ve cosas, sino figuras de cosas que significan otras cosas. La mirada humana me recorre como páginas escritas y, como otras,  yo manejo todo, digo todo, y el ojo retiene los signos con que me defino  a mi misma.
Las ciudades somos redundantes. Nos repetimos para que algo llegue a fijarse en la mente del hombre. Cada una de nosotras dibuja tatuajes en la memoria.
La memoria también es redundante. Repite los signos para que cada ciudad empiece  existir.  El hombre sabio reconoce cada uno de ellos .
Para ti ya no puedo esconderme, en todo caso debo esconderme en ti para que el hombre no sufra, para que a través de su memoria repita lo que será.
Mi ruta no está marcada, sólo tu me  ostentas... y me ocultas..., tras el velo de los ojos matizados de misterio. A veces ahítos de sueños, otras vacíos de arquetipos filiformes, en la zona más luminosa acaso de un mero libro, o de una inextricable obra de arte.
Ya no te será necesario que trates de comprender mis señales. Sólo el hombre que viaja y no conoce todavía la ciudad que le espera se pregunta por ellos: cómo será su templo, su casa real, su calabozo, el molino, el teatro y la estatua de su Dios. Mas cuando llega, como lo has hecho tu, la ciudad es quien conforma esa hipótesis, la que traes en la mente, hecha sólo de diferencias, sin figuras ni formas. Es entonces la ciudad la que rellena tus espacios particulares y te adopta.
Los sueños componen la obra o el azar aunque el hilo de su discurrir sea secreto, sus normas absurdas, sus perspectivas engañosas y cada cosa esconda otra. Los acertijos te subyugan. No tiene sentido tratar de adivinarlos, son los deseos o los temores los que dan forma a sus mutaciones, los que logran borrar tu ciudad o son borradas por ella. Todo el resto se te hace invisible.
Aquí, como en todas partes, las vidas secretas y aventureras están expuestas a mayores constricciones. A veces la línea más breve entre dos puntos nos es una recta, sino un zigzag ramificado en tortuosas variantes. Cada ciudad y su habitante se permiten cada día el placer del nuevo itinerario, acaso para ir a los mismos lugares, y así como hay calles a la vista, la compacidad de la ciudad y su habitante es también perforada por la aureola de galerías subterráneas. 
A veces un mapa se traza indicado con tintas de diferentes colores, sólidos, líquidos, patentes u ocultos. Parábolas invisibles que desvían los caminos engañando. Remontar el espiral, rozar el pináculo se hace difícil. No obstante algo domina desde cada punto los senderos del aire. Alas quietas trazando espirales.
De nada valdrá negarse, tus pasos no persiguen lo que está fuera de los ojos, sino dentro, sepulto y borrado. Aquel espacio donde dibujaste recorridos entre dos puntos suspendidos en el vacío.
Cada ciudad es diferente: una es para aquel que pasa sin entrar, y otra para el que está preso en ella y no logra salir.  Una es la ciudad a la que se  llega por primera vez, y otra la que se deja para no volver.
Pero la ciudad, desde su paisaje esencial, imanta miradas, pensamientos e ilusiones, cual multiformes tesoros de un reino. Cuando la aprendes, irremisiblemente te conquista. En realidad, en este punto, ya ha abandonado las apariencias ilusorias y lo que te ofrece es una alternativa inexorable. Acaso, una victoria que has dejado de obtener en otro tiempo.
Si tu me has encontrado, entonces ve y vuelve, sale y entra cuantas veces lo desees, al fin es la misma cosa. El misterio de la eternidad, el regreso de las golondrinas, la indulgencia de la ola hecha onda, que más da si el mundo revelado tiene que callar para ser oído...
Si tu me has encontrado, ya no me desconocerás..., entra y sale, ve y vuelve cuantas veces quieras, si al fin soy ilusión, tal vez la mejor de las realidades posibles

martes, 3 de mayo de 2011

¡ Grazie !

                                                                                                                          
 Nadie los vio partir ni oyó sus voces en ese fragmento
 oscuro de la vigilia que amortiguara el relámpago…




Mar del Plata, algún día de 1940…

Llovizna del sur.  En la rada del golfo embravecido el pequeño lanchón cabecea violentamente sacudido por la marejada gruesa.  Sujeto al ancla y dando el frente a la tormenta tironea encabritado. Las aguas se agitan enturbiadas por el fondo del mar, y en lo que abarca la vista la playa parece ribeteada de blanco por la espuma de las rompientes que braman con monótona persistencia.  Súbitamente el viento cambia al Este y con ello arrecia la tormenta.  Las olas agrandadas lanzan ruidosamente su potencia sobre la playa.
Desapareciendo en las hondonadas de agua y emergiendo en las crestas se acerca el segundo lanchón de aquel terceto que se hiciera a la mar hace tres madrugadas.  Desde la orilla le arrojan las sogas de amarre y se intercambian gritos de saludos en dialectos italianos.  Mientras los hombres trabajan entre ruido de marejada y vociferaciones, las lágrimas se atrincheran en los ojos de las mujeres, que junto a algunos niños amurallan su presencia empapada y que desesperadamente buscan entre los rostros recién llegados.  Tan sólo algunas se desprenden del grupo y trémulas encaran la pendiente de pedregullo que llega a la orilla en busca del abrazo de aquel que han reconocido, mientras la lluvia atormenta sus caras y sus pantorrillas desnudas.   Cuando, abrazadas a su hombre, vuelven  a pasar cerca de las que aún esperan, un silencio compasivo y miradas de respeto se animan en sus rostros pálidos.
La noche nueva no está lejos y la tormenta parece apresurarse. Más olas se estrellan en la restinga y las barrancas cercanas, con ruido apagado como explosión subterránea; después se alejan arrastrando el pedregullo con fragor semejante al que produce el viento cuando azota una montaña.
Un relámpago enciende al pequeño pueblo encalado y por un instante se ven recortados en negro los perfiles de aquellas otras mujeres que ya no tienen a quien esperar, pero que saben de la recóndita desesperación que reconocen hoy en aquellas caras dolientes.
En la playa tres de ellas se han arrodillado e imploran al cielo, mientras en la orilla pedregosa prácticamente todos los hombres de aquel pueblo pescador, con serenidad que admira, esperan que en el mar aparezca la lancha que aún falta. Inesperadamente sobre el lomo de una onda se iza el gallardete anhelado.  Hunde la proa en las olas, desaparece en las hondonadas de agua, reaparece luego en lo alto de las crestas chorreando espuma y se desliza  de las mesetas líquidas cuesta abajo en los embudos;  en su pequeña cubierta barrida por las olas un tripulante de pie, firme a pesar del balanceo, con las piernas separadas a modo de tijera y dando la impresión de estar atornillado, lleva en las manos una soga a modo de lazo.
Brazos, pañuelos, capas y sombreros se agitan en el aire.  Una chata remolcadora, con algunos hombres, se mete en el mar unos trescientos metros para tratar de prestarle ayuda.  Internados en las heladas aguas que los azotan, los pescadores de la chata sostienen en alto un cabo que intentan hacer llegar hasta la embarcación que aún se halla demasiado lejos.  El lanchón, de pronto, describe un semicírculo peligrosamente cerrado.  Se lo ve detenerse  al ser izado sobre una cresta, se lo ve maniobrar dificultosamente tratando de recuperar el rumbo.  En él y en la playa estalla simultáneo un clamoreo de alarma y gesticulaciones desesperadas.
            Jadea la caldera  de la chata  remolcadora, exigida al máximo, mientras la confusión aumenta.  En medio de tanto estrépito y pánico sólo dos hombres parecen insensibles a todo lo que no sea su trabajo:  son los dos marinos que, de pie en el interior de la chata, manejan los cabos casi trágicos.  Sólo se refleja su sensación de inquietud en las rápidas y sucesivas miradas hacia el mar para observar la lancha pescadora que seiscientos metros más lejos, y en lucha despareja, se bate con el oleaje que pretende detenerla.
La lancha recibe ahora el embate de las olas en posición sesgada. Aumentan los pedidos de auxilio y las señas desesperadas; parece que es ya imposible que la ayuda pueda llegar a tiempo.
Un golpe de mar la toma ya sin gobierno; la inclina embarcando agua, pero no llega a volcarla.  Queda atravesada a merced de la próxima ola que avanza con furia mientras aumenta de tamaño con presagio de tragedia… Pero en la cresta aparece también la chata remolcadora. Entre nubes de espuma y humo se lanza veloz por esa pendiente de agua tomándole una pequeña ventaja, y desde pocos metros le arroja el cabo de amarre que manos hábiles envuelven con rapidez en el cabrestante, y sobre el mismo movimiento la lancha retrocede poniendo la soga en tensión para que la tome de frente.  El golpe del mar es violento. La lancha pescadora escora peligrosamente y de su interior se eleva un pavoroso vocerío.  El maderamen cruje por la fuerza del impacto como si fuese a quebrarse, pero el cabo nuevo resiste bien y la barcaza queda de frente a la tormenta.
Increíblemente, por menos de un minuto se ha evitado la tragedia.  Los pedidos de auxilio de los pescadores, que en los últimos segundos habían cedido ante horrorizados suspiros, se transforman de improviso en aplausos, vivas y gritos de aprobación a la labor hábil y valiente de aquellos hombres de mar.
  
En la capilla escasa las oraciones se repiten, y al paso de cada agradecido feligrés los pies de la Madona se cubren más de flores.
Un solo murmullo abanica el aire...
Grazie... ¡In il nome di Il Pater, et Filis, et Spíritu Sancti!