martes, 27 de octubre de 2009

Smooth Jazz... my other side...



En ocasiones llega la melancolía y yo me dejo agasajar por ella, me acuna con su humo dócil, me convence con una voz profana; entonces…dejo de temerle a la insensatez y al absurdo y me exceden las lágrimas.

Es cuando pulso las fotos de mi memoria y despunta lánguido tu abrazo. Quiebro mi atalaya y soy por ese instante, apenas, ésta romántica…

"Try a Little Tenderness"...Jazz fussion...disfruten!!!

lunes, 26 de octubre de 2009

Credo



Creo en lo hombres


imperfectos y sensibles

en los amigos

idealistas y descalzos.


Creo en la palabra

la que hace el camino

la que mitiga mi alma.


Creo en esa fuerza

que vence a las mil

batallas cotidianas.


Creo en la lluvia

que enjuaga las heridas

que acuñé en mi infancia.


Creo en los hijos
Creo en los nietos
Creo en los padres


Creo en los misterios


Creo en la tierra

que aun suelta sus frutos

al labriego que la abraza.


Creo en la bondad de sol

en la risa de mi gente

y en su llanto.


Creo en el delirio

en la debilidad, las incertidumbres,

y en las buenas intenciones.


Creo en tus manos

cuando me revelan al alba

y no descansan



Creo...
de vez en cuando,

en las cosas simples.

viernes, 23 de octubre de 2009

Tarja Soile Susanna Turunen... ¡De pié!



Nightwish Sleeping sun (live)... Maravilloso!!!

bendita

Porque el hambre me despertó en la madrugada                  



quise abordarte desusadamente,

te vi, sibilina encarnación, te olí húmeda y sutil.

Eras, en mi vigilia, la inaprensible heroína

de una natural hoguera,

voz convocada en apariciones,

entretejida con la sustancia de mis sueños;

no pude más que parecer salvaje

y transgredir todas las leyes,

confinado al mundo de los desatinos,              
en ésta tenaz eternidad sin espejos.

 
 


música para beber lentamente...

miércoles, 21 de octubre de 2009

Esta es la música del film: Un ángel enamorado. A sweet touch!



Bicicleta de vapor


-Son crisis periódicas, cada tanto la tenemos que recluir, pero es cuestión de sedarla y a los pocos días vuelve a la sala, no puede hacerse más- comenta el médico de guardia con el interno que lo acompaña mientras clava una aguja en el brazo de la paciente.
A medida que el líquido penetra ella siente que la mente se le va vaciando y la luz de la bombilla que brilla suavemente sobre sus ojos se hace más intensa y se extiende hasta que las figuras desaparecen, y todo queda blanco y difuso.
Algo se recorta sobre el blanco, más blanco e iridiscente aún, algo inconcluso, atemporal, que embriaga la totalidad del ambiente. La fortaleza de la voz del médico cubierta de costumbre, de idoneidad, sacude la memoria de la enferma, como si quisiera volverla de algún remoto lugar. Con presunta docilidad su cerebro convoca a los sentidos y el conocimiento regresa en una ínfima percepción, y bucea en la retentiva de aquella mujer. El entendimiento, entonces, conjetura y al fin bordea la realidad. Sólo la bordea, e imprevistamente un agudo dolor la regresa al mundo de los vivos, y un oleaje color púrpura martilla su visión por un instante intolerable.
Durante un breve, brevísimo, instante el recuerdo la azota; suenan como bramidos de presa entrampada los gritos que ella misma ha emitido. Son roncos, como si la voz no perteneciera al pequeño cuerpo.

-¡No quiero... no quiero estar aquí.... me ahogo... está muy oscuro… suéltenme, enciendan la luz!


Dos enfermeros la sujetan de piernas y brazos mientras el cuerpo se le arquea sobre la camilla.


Mónica se siente feliz esa mañana, llena de energías, como casi todos los días por otra parte. Ella se considera una persona optimista por naturaleza, por eso siempre tararea una tonadita andaluza que siendo chica le escuchaba repetir a diario a su madre, mientras limpia los cacharros que se utilizaron para el desayuno. Su marido y sus dos hijos acaban de irse. El primero al trabajo y los otros al colegio..., ya al secundario, quién lo diría.

-¡Pero, una madre tan joven y con hijos que van al secundario ya…, qué cosa!- Siempre la gente le repite eso, y a ella le gusta oírlo, la hace sentirse renovada, aún atractiva. Dieciséis años hace que está casada. Cómo pasa el tiempo.


Siempre supo lo que quería, tal como su madre, tal como su tía. Una casa, un marido, una familia. Al principio fue un departamento pequeño, pero cuando nació el nene, con las horas extras que su marido logró en el banco y su buena administración pudieron cambiar por otro un poco más grande. Un tres ambientes, con balcón corrido, aunque en el contrafrente... pero del lado que da más sol durante todo el día. Como el de su madre, como el de su tía.


Cuando nació la nena, al año de haberse mudado, tuvieron que hacer algunos arreglos. Su esposo consiguió otro trabajo, por las nochecitas, porque a la hipoteca que todavía están pagando se sumaron los gastos del cerramiento del balcón y la modificación del living para que Andresito tuviera su espacio propio. Su marido no parece apreciar los logros de ese “crecimiento” de la misma manera que ella. Se ha puesto un poco hosco y taciturno, pero Mónica piensa que el esfuerzo compensa. Ya le advirtió su madre que los hombres siempre pasan por alguna crisis en su vida, pero ya la superará.


Cuando una persona tiene, como ella, la vida tan organizada, no hay tiempo para esas minucias, no se tiene tiempo para preocupaciones absurdas. Ella es una mujer eficiente. No puede darse el lujo de crisis ni aburrimientos. Ya le decía su madre: -La felicidad no es un punto de llegada ni algo que se regala. Es una búsqueda cotidiana, que se alimenta con la verdad- y la verdad es para Mónica eso que se le presenta día a día en su casa, por ende, como le ha dicho su madre: -Esa es la felicidad más auténtica.-
Acaba con la cocina y se dirige al living, sólo necesita repasarlo apenas ya que ayer mismo realizó una limpieza profunda. Da cuerda al viejo reloj que era de su abuela. Uno de péndulo que nunca terminó de restaurar pero que es uno de sus objetos más preciados, y siempre le ha brindado una atención deferente.


Se permite un momento de abandono y cerrando los ojos se apoya en el anticuado dressoire escuchando el ritmo marcado por el péndulo. Se sorprende a sí misma, ella no es dada a reflexiones, pero en ese cerrar y abrir de ojos un temblor de naúsea le sube hasta la garganta, como si algo, sin meditarlo, sin preveerlo, la hubiese sumido en una niebla legañoza.


Se sacude una súbita modorra y al abrir los ojos su mirada tropieza con otro de sus objetos favoritos, un cuadro que pintó un amigo inspirado por un sueño que Mónica tuvo una vez. Fue un sueño curioso, un sueño que, aunque inspiró ese cuadro, no le pareció nada excepcional. Sólo lo contó en una reunión y luego lo olvidó, hasta que su amigo pintor le trajo la obra. Quedó sumamente sorprendida. En la pintura se ve una muchacha que parte en una bicicleta. De espaldas, alejándose por un camino que le parece conocido, un sendero entre árboles, un camino entre las sierras ; hermosa y joven, de espaldas, yéndose, como deslizándose en cuarta dimensión. Se diría que vuela. Se la ve frágil y blanca, sobre una bicicleta de vapor.
-¿Cómo se llama ? –preguntó cuando se lo regalaron.
-No tiene nombre- le respondió el autor.

-Todo tiene que tener nombre- contestó ella, y a partir de allí lo llamó : « Bicicleta de vapor ».


Varias veces esperimentó una extraña atracción por aquella pintura. Esa bicicleta de vapor la atraía, la atraía como volar, porque ella también había soñado muchas veces con volar. Le hubiese gustado alcanzarla, detenerla en alguna curva, apoyar las manos en el manubrio y sentirse andar sobre ella, como si fuera esa muchacha.


El campanazo de las doce del mediodía la aparta de sus ensoñaciones y a partir de ese momento, dedicada como siempre, continúa con las tareas de la casa. Perfecta, limpia, ordenada, acogedora...
Si Mónica hubiera sido más intuitiva tal vez hubiera hecho caso al pequeño desgano que la acometió después de ese instante de evasión, pero sin prestarle atención siguió con los trapos, los lustres y los cepillos, deslizándose dificultosamente de uno a otro de los cuartos.
El péndulo del reloj parece, esa siesta, estar más lento de lo habitual y las agujas remolonean más de lo previsto de minuto a minuto. Mónica y el reloj ya no mantienen el mismo ritmo.
Como su familia no regresará hasta la nochecita decide bajar a arreglar la baulera. La escalera por la que debe descender se le hace estrecha y le resulta dificultosa, sobre todo acarreando todos los bártulos que lleva con ella.
El sótano donde se ubican las bauleras de cada departamento es amplio; a pesar de ello huele a humedad y encierro porque la única ventilación es un ventanuco que da a la avenida, a la altura de la vereda. Los cristales están muy sucios y no se ve el exterior. Cada baulera tiene colgado un letrerito de cartón en el que con tiza blanca el portero se ha ocupado de poner el número del departamento al que pertenece. La suya lo tiene sobre la puerta de chapa. La suya es como una habitación, como una bóveda.
Para abrir la puerta debe darle un tirón, siempre se queda atascada y ella se olvida de pedirle a su marido que la aceite. Con la puerta de la baulera abierta se escucha, de vez en cuando, el taconeo de algún transeúnte que pasa por la calle. Sólo por ese detalle se adivina el mundo exterior. Por lo demás no se oye ningún ruido. La calma es casi ficticia.
Siempre había mucho que arreglar en la baulera, y como era una tarea que Mónica emprendía cada tanto el tiempo en hacerla se le pasaba rápido, entre acomodar en otro orden las cajas donde había guardado las cosas en desuso, que estaban apiladas a un costado, prolijamente rotuladas: adornos, regalos de boda, sábanas y mantas, trapos, juguetes, etc. Ella había hecho colocar una estantería en la pared del fondo, pero pronto quedó escasa y por ello debió almacenar en cajas las diferentes cosas que pensaba que no lucían bien o que consideraba no adecuadas para exhibir en el departamento. En la estantería Mónica había puesto objetos que su tozudo marido se empeñaba en apreciar. Espantosos discos de rock, camisas que le había regalado la madre de él, cartas de antiguos amigos o ex-novias, horribles gorras de fútbol americano, fotos antiguas de la familia de su marido prolijamente enmarcadas en bronce, trofeos que él había ganado antes de conocerla, y muchísimas más cosas que algún día, en un descuido de su esposo, tiraría.
Continuó la limpieza y reordenamiento sin percibir el paso del tiempo, retirando las telarañas con que esos insectos cubren- en cualquier descuido- los rincones más insospechados. Para poder pasar el plumero detrás de la puerta la cerró y encendió la bombilla que colgaba del techo. Hasta ese momento no se había preocupado por la hora, no obstante haber mirado en varias ocasiones el reloj para calcular el tiempo que le quedaba antes de tener que subir a preparar la cena. Terminó de plumerear el marco y las rinconeras y volvió a mirar el reloj confiada en que tenía plazo para hacer lo demás. Su corazón dio un brinco... el reloj estaba detenido quien sabe desde cuando, trató de recordar qué hora era la última vez que lo había consultado y no pudo. Por debajo de la puerta no se veía ya el resplandor de la escasa claridad que permitía entrar el ventanuco. ¡Debía ser tarde!. Con premura recogió todas las cosas, el balde, el cepillo de piso, los trapos…, y maniobró el picaporte de la puerta que no se abrió, se había trabado nuevamente. Intentó empujarla con el pié pero no se movió. Retrocedió y avanzó dándole con el hombro y toda la fuerza de que era capaz, pero no tuvo éxito tampoco. Dejó los elementos de limpieza en el piso y comenzó a tratar con furia otra vez, y otra, y otra…; al cabo de muchos intentos sintió su cuerpo dolorido, los hombros, las caderas, las manos. Entonces se arrodilló frente a la puerta, como postrándose ante un Dios, y comenzó a llorar.
Al rato escuchó un rumor que venía desde la escalera que bajaba al sótano, la que llevaba al pasillo en donde comenzaban las bauleras. Gritó nuevamente, gritó y gritó, pero no la escucharon. Recordó que su baulera era la penúltima de una larga hilera de treinta y dos. Pensar que cuando se la adjudicaron se puso tan contenta, porque las dos últimas eran las más amplias, las más seguras, las más cerradas, las de puerta de chapa…, las ciegas.
Sintió un chasquido y la luz se apagó. Seguro que ese era el portero que acababa de bajar la llave térmica de la luz para dejarla cortada por seguridad. Volvió a gritar, esta vez no escuchó su propia voz. No hubo ninguna respuesta. Desalentada decidió tratar de serenarse y esperar. Pensó en su marido y en sus hijos que a esta altura la estarían buscando en forma desesperada, ¡que tontos!, si sólo se les ocurriera bajar, algo tan simple como eso.



El silencio le fue acallando el enfado, le fue secando las lágrimas en las mejillas, y en ese sentimiento se acurrucó contra el ángulo entre la pared y la puerta que tanto había plumereado, y ese rincón a pesar de su contacto duro y frío le pareció acogedor. Sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. El cansancio y el dolor de su cuerpo la fueron venciendo. Por sus pestañas entrecerradas se colaban masas de sombras casi amistosas, en perfecta alineación, como una fila de guardianes de su sueño…, y al fin se durmió.
La luz llegó de repente, como una pantalla de cine inundada por la película, se tapó la cara tratando de protegerse. Los ojos rebosando de lágrimas.


-Ya está mejor. Ahora debe descansar- le dice el médico mientras le palmea la mano.


La mujer lo mira, por efecto de los sedantes, como si viera a través de él. Su rostro inexpresivo y ausente.


-¿Quién es?- pregunta el nuevo interno que por primera vez acompaña al psiquiatra residente en su ronda.


-Un caso raro, la trajo la policía, a la que llamó un portero de un edificio cercano, la encontraron en el sótano, no se imaginan como pudo entrar a una baulera de allí. El dueño del departamento al que corresponde esa baulera vive con sus dos hijos adolescentes. Juran que nunca la habían visto antes. A veces arma unos escándalos tremendos y grita que le abran la puerta... Pero no se preocupe mi amigo, es una paciente fácil de manejar.

Mientras los médicos se alejan de la sala Mónica piensa que en cuanto le abran la puerta escapará, otra vez, en la bicicleta de vapor que le regaló su amigo, el que pinta.



Este cuento es "Premio Nacional Blanca Ana Iribarne" y está publicado por Editorial Catriel en 2007- Madrid-Barcelona







sábado, 17 de octubre de 2009

Nunca Inés

¡Oh guerrera, hábil en el combate de las rosas!


La sangre delicada de los trofeos que adornan tu frente triunfal
tiñe de púrpura tu espesa cabellera.
Tan suave es tu cuerpo sobrenatural,
que el aire embrujado se perfuma al tocarlo...

(Las mil y una noches)


Oyó las campanadas de un reloj lejano en algún lugar de la ciudad… abajo… medianoche…
Se acostó al amanecer. Antes había mirado por la ventana que en algunas partes padecía la falta de vidrios, cubiertos los marcos de polvo. Había observado con sus ojos aún maquillados mientras la oscuridad se disolvía dócilmente vencida por la luz. Pasó un colectivo con obreros y cruzaron la calle algunos coches que aún llevaban los focos encendidos.
Se acostó vestida y no se despertó hasta el anochecer. Durmió de un tirón. No soñó, y la nueva oscuridad la despertó como despierta la claridad. El cuarto completamente vacío, ni siquiera una luz en el techo. Sólo tierra que había entrado durante años por los huecos de los vidrios faltantes en las ventanas.
Debía salir; la calle implicaba peligro pero allí encontraba su sustento. No podía recorrerla así nomás, como si fuera otra, con un cuerpo sin memoria, sin juventud, sin vejez.
Myriam. Otras veces Analía. De tanto en tanto Sandra. Raramente Edith. Nunca Inés.


Myriam no se disfraza de ejecutiva como algunas ni lleva un celular como otras. Viste de barrio: atuendo simple, insinuante pero no atrevido, perfecto para la ceremonia que tiene armada. No va con cualquiera ni se descubre ante cualquiera.
Analía, otras veces, anda apurada; parece no mirar a nadie pero mira. Persevera y triunfarás se repite. Y vaya si lo logra, pocos pero buenos. Nada de amargados, ni agresivos, ni desesperados, y en especial nada de enfermos.
Sandra de tanto en tanto monta un numerito que no es para todos, apenas para algunos selectos cuya vida está corroída por los placeres y el despilfarro.
Edith raramente falla. Sabe que su cliente está ubicado entre los cuarenta y cincuenta, en esa época de la vida en la cual los hombres ya se han dado cuenta de que sus sueños de juventud jamás se harán realidad y que sospechan que de haberlos concretado no valdrían para nada. Esencialmente “buena gente” nada más. Con su aguda percepción los detecta al sólo verlos.

(-No, no me lo agradezcas. -De esto vivo. Sus párpados se abrieron al máximo y las pupilas lo taladraron con una mirada tan intensa que casi resultaba inquietante. Estás muerto… ¿sabés?…le dijo como en chiste. La sonrisa con que intentó calmarlo, alteró durante unos segundos la confusión de acné y cabello que era el rostro del joven…)

El coto de caza predilecto está en las cercanías de Puerto Madero o en la Recoleta, pero de ningún modo recurre dos veces seguidas al mismo sitio; total, posibilidades hay muchas. Allí avizora a sus presas con aire triste, distraído y desamparado.

Analía, otras veces, está muy atenta; no se le escapa ningún detalle, ningún gesto ni mirada. Elegida la víctima se decide a la captura preguntando por cualquier cosa, una calle, un negocio, mirándolo directo a los ojos. Si él sonríe apocadamente bajándolos, está hecho. Uno de cada dos, seguro. Mucho mejor que las “damas” de las esquinas o de los bares.
Percibe que su víctima se imagina el cuerpo debajo de la tela, ensaya vergüenza y mira para otro lado. Entonces atropelladamente le dice que está desesperada, sin trabajo desde hace meses y que ésta es su primera vez, que perdone sus nervios. Pide disculpas, parece recapacitar y amaga retirarse… Al volverse para mirar a su presa los ojos se le ponen húmedos.
-Esperá. No, no te vayas
Ya está seducido y adopta una actitud protectora, y ella en ocasiones se deja amparar…

(Después de haber conocido los suaves suspiros y los gritos que acompañan los transportes extáticos del amor humano, lloró las lágrimas más amargas que había derramado desde que fue exiliada al mundo de la noche…)

Myriam tiene una gran habilidad para sonrojarse hasta parecer casi abochornada. Con los pómulos ruborizados y los ojos tímidos pero incitantes, finge sinceramiento. La ropa hace el resto.
Sandra raramente opina que los hombres son difíciles, y no comprende por qué tantas mujeres tienen problemas para conseguirlos. Un café, un cruce y descruce de piernas, varias poses estudiadas y ya está. Ella representa alguna clase de virginidad y sabe como ponerla en evidencia para que él se sienta cómodo, confiado, y sobre todo importante.

(El apartó la sábana con que se cubría, se inclinó sobre ella sonriendo y la besó en la boca. Los labios de ella se separaron, pero no en la forma que había esperado. Se curvaron dejando escapar un gruñido acompañado de saliva…)

Myriam es muy bella y lo sabe demostrar, Edith siempre huele discretamente, Analía sabe escuchar, Sandra es la conocedora. El resumen es perfecto y el rendimiento excelente.
Pero a pesar de eso hay noches en que la “vida” se le pone vacía y se deprime. En esas oportunidades suspende todo y se recluye. Apenas se alimenta; tal vez algunos saldos de noches anteriores.

Cuando llegó el crepúsculo deseó vagamente que se formaran algunas nubes; le había entrado un raro temor ante los espacios vacíos del cielo.Se estremeció cuando sus ojos se posaron en el marco de madera tallada a mano de la ventana más próxima. Un suave sollozo del más puro terror escapó de sus pulmones jadeantes…
Era una vieja y tétrica morada que comenzaba a exhalar ese débil olor malsano de las cosas que se han mantenido en pie demasiado tiempo. Hizo girar el picaporte. La puerta se abrió con un crujido casi inaudible. Aunque no había muebles ni pertenencias salió cerrando con llave. Se quedó un buen rato acurrucada junto a la puerta, escuchando y trazando planes mientras hacía acopio de fuerzas.
Debía salir, la calle entrañaba peligro pero allí encontraba su sustento.
Bajó las escaleras ocultándose de los vecinos y caminó tratando de imitar el paso de los demás. Se adhería demasiado a la pared. Todavía la calle vibraba de risas y murmullos. Aún era temprano, razonó. Sabía que era un error, debía haber esperado que la noche avanzara y la oscuridad fuera potente, y sin embargo no podía hacerlo ya las piernas no le respondían. Desfallecía. Comer -pensó- e imaginó torrentes de fuerza y saciedad. Pero la imaginación no le bastaba. Ella, que había sido capaz de transformarse en una criatura alada, estaba sometida a un cuerpo que le hablaba sólo de carencias y no de prestigio.

Myriam. Otras veces Analía. De tanto en tanto Sandra. Raramente Edith. Nunca Inés. Se sentía como yendo al cielo sin abandonar la tierra.

Algunas colegas de la calle se agrupaban ya en las esquinas. Circundó la plaza, corrió entre los edificios para encontrar un estrecho callejón pobremente iluminado.

Myriam. Otras veces Analía. De tanto en tanto Sandra. Raramente Edith. Nunca Inés. Jamás un ejemplar femenino, ese humor le provocaba una inexplicable repugnancia.

Entonces, en medio de la infinita desgracia, vino dulcemente la esperanza y una desesperación aún más vehemente la sofocó. Un viejo pasó delante de ella. Se detenía de tanto en tanto en las bolsas de basura. Sus códigos la abandonaron sumida en la monserga de su hambruna y comenzó a seguirlo por costumbre…esa costumbre ancestral.
El viejo se detuvo como alertado, se dio vuelta imprevistamente y de pronto se encontró mirando la muerte; dio un paso atrás, giró dispuesto a correr, pero la figura se movió y recorrió los peldaños de granito con espeluznante velocidad.
Una sombra oscura deslizándose…un rápido alcance, un gritito ahogado de horror, una súbita medialuna escarlata… y el cuerpo cayendo…cayendo sobre la vereda. Un marfil brillante danzó bajo la luna.

Ella: Myriam, Analía, Sandra, Edith y hasta Inés, se arrodilló definitivamente junto al viejo que yacía en la vereda. Una voraz sonrisa se le dibujaba en la boca.




Este cuento fue premiado por la SADE en 2004, y editado por Ed. Trivium - Madrid- en 2006

miércoles, 14 de octubre de 2009

En el nombre...



El cielo no estaba más claro ni más oscuro que otros días; ninguna luz lo iluminaba, como un designio sobrenatural. Como en tantas otras ocasiones el sol se había ocultado tras una espesa neblina, y sus rayos lograban atravesar ese techo opaco. Había posibilidades de lluvia y granizo, pero nada llegó a mitigar el paisaje. Las tinieblas no eran profundas en la zona, y el cielo, todavía, mostraba una débil claridad.

En suma un día como tantos otros, ni triste ni alegre, ni claro ni oscuro, ni sorprendente, ni ordinario por completo. Pero tanta ausencia de presagio, fuera acaso, el mismísimo presagio. No lo sabremos. Sin embargo, ése día su humanidad se dividió. Los relojes, los escribas, las clepsidras, las sombras, las lluvias, los ritmos dieron un giro y decidieron un nuevo tiempo.
Su mirada se vació de la llama que encendía cuando daba su prédica, sus buenas palabras y sus profecías. Su voz se ahogó y dejó de anunciar el advenimiento del nuevo mundo. Su partida fue lenta, desesperante, inefable. Su piel ajada apenas ocultaba, como un viejo trapo, los huesos quebrados. De su pecho brotaba una lava tibia, su boca seca dibujó una mueca de idealismo. El horror y cualquier otra expresión abandonaron los consumidos rasgos de su pálido rostro, de sus ojos pasmados, de su mano extendida hacia la punta de piedra que señalaba al horizonte. No hubo ningún signo para él, ni para sus compañeros, ni hubo milagros, ni llegó el sanador de los enfermos, ni el consolador de los pobres, ni los tullidos se volvieron a parar, ni los ciegos volvieron a ver. Nadie pudo salvarlo, ni siquiera él.
Le dieron un poco de agua. Enjugaron su desaliento. Algunos afirmaron que un relámpago rasgó el horizonte, dejando ver la línea de una cruz. Otros creyeron oír un llamado a un padre, con voz fuerte, que resonó por largo tiempo, como si proviniera de la eternidad. Inevitablemente, sucumbió.

Era un hombre bueno, un joven inocente, en una isla, en un día que nunca estuvo en su calendario, mientras el conquistador recién llegado dictaba algo a su notario, para dar fe: porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo… Ellos andan todos desnudos como su madre los parió...y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vi de edad de más de treinta años: muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras: los cabellos gruesos casi como sedas de cola de caballo, y cortos: los cabellos traen por encima de las cejas, salvo unos pocos detrás que traen largos, que jamás cortan… Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia. No tienen algún hierro: sus defensas son unas varas sin hierro, y algunas de ellas sólo piedra...

Algunos memoriosos, aseguran, haber oído ciertas palabras entre hipos y miedo: ¡Perdónalos, no saben lo que hacen!



más textos sobre los últimos días...

sábado, 3 de octubre de 2009

La noche más larga


El cielo seguía siendo una pizarra. El universo había decidido abolir el sol. El aire húmedo, cargado de niebla grasosa que de a poco cubría el río como una anaconda.Supuse que el agua corría, y lo supuse porque lo único que pude ver fueron restos flotantes, inmundicia reluciente, parches de petróleo, peces muertos, cáscaras, restos de cajas de fruta, un auténtico chiquero. Desde la ventana trasera del cuarto se apreciaba esa asquerosa intimidad de una ciudad escuálida y macilenta, aunque poderosa.
El viejo había tenido razón. Las cosas ya no eran iguales. La tierra significa mucho para los viejos, no es que la aprecien por su valor material. Es tu trozo de mundo. Ahora mismo esa ciénaga no era más que el cadáver putrefacto de lo que hubiera podido ser una exitosa empresa.
Obtuve las fotografías necesarias, tomé una muestra de ese grumo nauseabundo y volví sobre mis pasos tratando de no ensuciar mis pantalones con ese enjambre de trastos. Entré al bar del pueblo casi al medio día. Se acercó un camarero que no reconocí. Se parecía al empleado de la noche, pero todos los calvos siempre parecen parientes.
Estaba comenzando a comer mi sándwich cuando un uniformado se paró junto al rectángulo de mesa que quedaba sobre el pasillo. Se presentó como el guardia a cargo de la fábrica, mejor dicho de lo que quedaba de la fábrica. Me preguntó si aceptaba que me invitara con un trago. Fue una decisión que no tuve oportunidad de tomar. Sin esperar ninguna respuesta pidió dos cervezas y comenzó a acomodarse frente a mí. Mientras realizaba ese lento e intencionado ballet, con una deliberada costumbre prístina, yo lo observaba en el espejo del bar.
Era flaco como una espada, de piel morena, pelo color azabache y nariz muy afilada. Se movía con naturalidad, pero a mi no me engañaba. Le noté los labios finos, los ojos de mirada desconfiada, y la pistolera estaba bien brillante y lustrosa.
En otras ocasiones había conocido hombres así. Tienen tanto orgullo que hay que temerles. Hombres tan susceptibles a un desaire que son capaces de matar por un insulto, una burla, o un empujón accidental. El motivo no es el mal genio, ni el engreimiento, ni siquiera arrogancia; el miedo es su motivo, y la defensa de su amor propio tan devastado que cuando se ve amenazado, puede volverse violento. Es también, esa sensación de no dar más, es ese odio reprimido por deber trabajar en algo que es un mandato. No se puede menospreciar tal imagen. Con una persona así no se lucha; es mejor cambiarse de vereda.
Mantuvimos una conversación apacible. No buscaba nada sospechoso ni amenazador, simplemente quería obtener una primera impresión rápida del motivo de su presencia en el bar, a esa hora, conmigo, y pareció que él pretendía lo mismo.
Eso había sucedido hacía dos años atrás. Después de haber hablado con el guardia, estaba convencido de que mi vida iba a cambiar. Que repentinamente me convertiría en un santo, lleno de bondad y comprensión. Al día siguiente había vuelto a ser el cretino de siempre, y una semana más tarde ya había olvidado la mustia voz de aquel hombre dolorido y depresivo que tuvo un último gesto de coraje, muy lejos de lo que yo habría previsto, al presentarse en aquel bar y declararme su paranoia, que aseguré injustificada, y que pasé por alto muchas veces, ante la aparición de cada prueba en la causa de la fábrica de balas de plata.
Siempre me burlé de los mitos, y de lo que yo llamaba superchería. Los misterios exangües me parecían intimidaciones o actos sensacionalistas de algunos locos inmaduros y entusiastas que ingerían alguna especie de sustancia psicodélica para tener protagonismo en las vidas mortecinas que normalmente llevaban. Ese fue mi primer error de criterio, el segundo fue aceptar el caso sin querer tomarme el trabajo de estudiarlo profundamente y darle el valor que tenia. Entre esa gente crédula y ritualista, había experimentado una extraña sensación de intimidad, de ser los únicos supervivientes del mundo, de que todo quedaba fuera de ese pequeño baldío en la geografía del planeta, de que nos consolábamos, nos dábamos fuerzas.





Ahora todo ese pueblo estaba contra mí. Yo había representado su única esperanza, pero como un Van Helsing fallado no les dí oportunidad. El viejo había tenido razón. Esa tierra estaba maldita. Supe que así era. Casi podía escuchar su voz ronca, gritando por la Voz del Juicio Final, con sonoros acordes de órgano de fondo. El zumbido de las alas, en el vuelo rasante de las últimas criaturas oscuras estaba ya allí, sobre ellos. Un cántico piadoso, débil, se escuchaba junto al tañido de las campanas llamando a duelo. Incluso cuando ya estaba en la cama, tapado, impaciente por conciliar el sueño, de puro miedo, oí ese lento canto fúnebre y vi una tétrica procesión mortuoria que avanzaba por la helada tierra. Contemplé por milésima vez la firma y el lacre del acuerdo que tenía en mis manos, lo puse debajo de la almohada, e intenté dormir de una buena vez. En la mañana comenzaría mi largo viaje hacia la tierra de los Cárpatos, donde sería huésped de la familia de un conde.